lunes, 11 de julio de 2011

La grandeza del Rey dignifica al cocinero

 

Por Plinio Corrêa de Oliveira

 

 

Vista aérea del Castillo de Windsor. Se tiene la impresión, en un primer momento, de que se trata del escenario para un encuentro de hadas. La inmensidad del edificio, la maravillosa variedad de sus partes, la delicadeza y la fuerza que se afirman en todas ellas, todo en fin, da la sensación que se está en presencia de algo que supera con

 

creces la realidad cotidiana. Este edificio, este fantástico conjunto de edificios es, al mismo tiempo, símbolo y relicario de una institución: la realeza británica.

 

En este símbolo "como en tantos otros de la Inglaterra tradicional- las apariencias no traen todavía la marca del protestantismo, del liberalismo y del socialismo. Lo que en esas formas de granito se expresa aún es el concepto medieval católico del origen divino del poder público, de la verdadera majestad con la que él debe rodearse en cualquier régimen político, y del cuño paternal que le debe caracterizar.

 

Cuño paternal decimos. Este castillo no tiene la intención de exhibir masa, sino talento; no fue hecho para intimidar, sino para encantar; el súbdito que lo contempla no se estremece al verlo, no desea huir, sino entrar.

 

Y esto por una sencilla razón: el Rey es padre que llama afablemente a sí a los súbditos, y no el verdugo que los atemoriza.

 

Las relaciones entre grandes y pequeños son influenciadas por este ambiente. La nobleza del señor se transmite a su servidor. Y la inmensa cocina de Windsor,

 

cocina de la más auténticas, es indiscutiblemente una alta, noble, y digna cocina de castillo, que comunica algo de la dignidad real a la humilde actividad servil, y le da un esplendor como que regio.

 

Porque en la Civilización Cristiana la grandeza del señor no humilla al servidor, sino que lo eleva.

 



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